miércoles, 4 de agosto de 2010

Museo Diego de Giráldez

Museo Diego de Giráldez: Un año más nos citamos en A Cañiza

Nelly María Pérez Giráldez

No hace mucho tiempo decía Francisco de Pablos que “muy pocos serán, en todo el mundo, los artistas que antes de cumplir el medio siglo cuenten con museo propio. Es el caso del pintor Diego de Giráldez, probablemente el más trotamundos de nuestros plásticos gallegos y españoles y de seguro que el que más exposiciones personales ha realizado, ya que sobrepasan el medio millar. En A Cañiza, su villa natal, Giráldez, parco en palabras, peculiar en la imagen personal, voluntad inquebrantable, tiene su museo, el de su «realismo NAS», como alguien bautizó a su peculiar, a veces paradójica y hasta inefable pintura, en un edificio de cinco plantas de su propiedad, en plena Plaza Mayor”.

Como todos los años, en unos días, abrirá sus puertas este Museo para que durante el verano podamos disfruta de sus magnificas obras. En él Giráldez acumula su obra, más de 300 cuadros de todos los formatos y tamaños, desde sus comienzos a la actualidad, que forman parte de su colección particular. Podemos ver dibujos de los años 60 del siglo XX, porque Diego de Giráldez comienza muy temprano a dibujar, cuando a penas andaba ya “pintaba” con carbones de la “lareira” sobre papel de estraza, de envolver el pan, los que su madre desechaba. En el recorrido de su obra por el Museo podemos apreciar que este niño pronto empieza a destacar como dibujante y ejerce, ya, como pintor que tiene todas las características para ser un nombre que pise fuerte en este “mundillo” del arte: “..., inquieto, con toda la fuerza y sabiduría de los Druidas Celtas...”, como nos recuerda Ramón Faraldo comentando alguna obra de la época. La constancia y la seguridad en lo que hace, presagiaban que este niño afable, sencillo y de sonrisa bondadosa se convertiría, en lo que hoy es, en un valor artístico intemporal y universal. Este nombre de excepción entre la pintura contemporánea de los últimos años, pinta, en esa época, lo que conoce: el paisaje, sus gentes, las naturalezas muertas con colores y luces de nuestra tierra. Hoy domina una obra que ha sido catalogada, considerada por la crítica especializada, como una de las más importantes y personales de la pintura española contemporánea.

Aquí, en este museo, está su mundo inquietante, y paradójico como decimos, ya que es pintor tenebrista, notario de muertes que, sin embargo, semejan inmarchitables. Sus Cristos han perdido todo atisbo de divinidad y son torturados en resignación, lecciones de anatomía dignas de esa tradición o como nos había comentado, entre otros, el maestro de críticos de arte Santiago Amón: “Giráldez es un realista exacerbado, donde encuentra la implicidad de su poesía. En su obra se reencuentra con lo intrínseco, con las cosas mismas, y las traslada a la faz incitante del lienzo con precisión lírica. Diego de Giráldez, sabe que el arte es absolutamente inseparable del oficio. Sabe también que el blanco más blanco nace de la explosión comunitaria de todos los colores, y que el negro más negro surge cuando la noche se apodera del fulgor del arco-iris. Pintor sorprendente, creó un estilo dentro de este nuevo realismo que denomina NAS (naturalismo, abstracción, surrealismo)… Si me preguntase ¿Qué cuadro debería incorporarse, ya, al Museo del Prado? Seguramente me respondería que El Cristo Hombre, de este autor, cuadro que tan bien ha sabido ver el prestigioso crítico Ramón Faraldo cuando dice: “Te confunde quien te llama realista, sino fueses más que eso yo estaría en otra silla, ¿A quien te pareces tú? A nadie, que yo conciba. Tú te pareces a ti. ¿Y tú Cristo - Hombre? Insisto en esta obra de gran envergadura que ofrece una novedad dentro de la pasional tradición de las crucifixiones. Esa cruz, que nadie se ocupó de ella. Tú nos haces ver que ella no tuvo la culpa, que ella iba para mástil de barco, leña de lareira o pie de bandera, pero los hombres la condenaron a eso, a ser cómplice del deicidio. Y esto no lo vio nadie. Ni Valdés Leal, ni Grunewald, ni Salvador Dalí,...”.

Aquí, en el Museo, podemos seguir viendo su fauna doméstica, gallos, ovejas o conejos para la cotidiana alimentación, con plumas, vellones o pelos táctiles, igual que los paños en que reposan, sobados, gastados, testimoniales hasta en los hilos que pierden, y que el espectador, engañado, quiere recoger en el aire, como si ello fuera posible.

Giráldez, este hombre del Norte, de la montaña cañiciense, conoce y nos hace respirar el gusto de la felicidad y el de las lágrimas, conoce el clima de esta tierra que es a la par un tónico y un sedante, conoce también su naturaleza tan dura para el cuerpo como apetecible para el ánimo, conoce sus historias, conoce sus gentes,.... En algunos de sus cuadros se ven las íntimas necesidades humanas, buscadas desde las honduras de su alma, no desde el corazón que es inartístico, desde el arte que es la mejor técnica para llegar al alma. Este, traspasa valientemente la realidad, la vence con realidades, sin competir con la naturaleza, puesto que él mismo es naturaleza, pero la violenta con surrealidades y la acompaña con un aire de misterio, de abstracción, cósmico, metafísico corpóreo, poético, donde se “ve el silencio” y confunde al contemplador de lo aparente. Este hombre, en ocasiones también escultor, ahonda en esas sus muertes de fecha imprecisable, de manera que sus modelados, táctiles como yacentes de ámbitos religiosos, semejan que van a exhalar un postrer y sorprendente aliento.

Muchos museos hay en Galicia o por España adelante. Pero ninguno tan inquietante, tan diferente por único, como éste de Diego de Giraldez en A Cañiza, grande y silente. Ahora que nuevamente abre sus puertas podemos sumergirnos en el universo artístico de este creador. Las obras que se exponen son una síntesis de su trabajo, durante todo el periplo de su vida artística.

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